Reportaje: La ECH en Israel

2009

Volvimos de Israel, hemos vuelto de Israel y se me ha ocurrido que el itinerario que seguimos esos cinco días era, cultural y geográficamente, el más lógico pero, dislocándolo en el recuerdo, hay elementos que quizá adquieran otro sentido.

Por Roberto Plaza.

 

 

 

 

Ya hay un excelente reportaje sobre el viaje a Jerusalén que realizaron los pioneros de este seminario (nosotros sólo pisamos en sus huellas), de modo que vamos con esta otra música.

 

 

El último día estuvimos en Masada, Qumrán y el Mar Muerto. El paisaje del desierto de Judea explica bien la aparición del sentimiento religioso entre aquellos arameos errantes: es tanta la inclemencia del entorno -incluso para quienes podemos permitirnos pasar allí apenas unas horas, provistos de abundante agua mineral helada y refugiándonos a cada poco en los sucesivos oasis de aire acondicionado- que un pastor nómada que hubiera de acometer la empresa de buscar nuevos pastos para su rebaño necesitaría confiar en fuerzas superiores a las suyas. En la época de los GPS y las frigorías amaestradas, Yahvé lo hubiera tenido difícil contra Google. No debe de ser fácil, en todo caso, hallar muchos lugares de la Tierra donde pupila y horizonte disten tanto.

El guía hace bien su trabajo y relata, con eficaz dramatismo, lo que hay que saber sobre el asedio de la fortaleza de Masada y el suicidio colectivo de quienes la defendieron de los romanos en el 73 d.C. Este mito, importante para el sionismo durante el siglo pasado, es como los añicos de un espejo que reflejan otra realidad: Israel es hoy tierra de innumerables Masadas concéntricas. Los israelíes cercan a los palestinos con su muro; los palestinos acechan las alambradas electrificadas que desvelan en los asentamientos a los colonos; los jerosolimitanos se aprietan contra la Explanada de las Mezquitas y el aurífero tropel de la Cúpula de la Roca; los árabes asedian el cuchillo de tierra israelí que taja la zona desde el Mediterráneo hasta el Golfo de Eilat; y los ojos del mundo entero tienen puesto cerco, a la hora del telediario, a este Polo Norte religioso del planeta, donde la Historia implotó, y al que se orientan las brújulas de creyentes y, aunque no lo sepan, descreídos (que de eso va el primer año de este seminario).

Un día antes rendimos visita al Yad Vashem, Museo del Holocausto, relato fundacional del Estado de Israel y por desgracia también su raison d'être. Yad Vashem significa “memoria y nombre” y es exactamente lo que dice ser: un espacio consagrado a que no se olvide a los seis millones de judíos víctimas del genocidio nazi, a ponerles nombre y mirada, a devolver la condición de persona a quienes fueron animalizados para que pudieran ser luego aniquilados. El tiempo puede desleír lo que uno haya soportado ver allí pero es de temer que el temblor se quede instalado para siempre debajo de la piel: quienes ya lo habían visto prefirieron no repetir. En lo arquitectónico, el museo se estructura como un túnel que atraviesa la cima de un monte y se abre, en su salida, a un fértil valle, imponente metáfora de cristal y hormigón de la identidad israelí.

Antes de viajar a Israel, hemos dedicado ocho meses a leer la Biblia, nos hemos enfrentado a una manera completamente distinta de sentir, hemos sufrido examinando nuestras vidas a la luz de otro sentido, disfrutado olfateando el rastro de las Escrituras en la literatura y el cine contemporáneos, hemos reído, discutido, aprendido y olvidado. Al aterrizar en Tel-Aviv, no llegamos a una meta; portamos gran volumen de una líquida mentalidad de búsqueda que, contra pronóstico, sorteó sin problemas la seguridad de El Al: cinco litros, más o menos, cada uno.

Así que, cuando descansados, duchados y desayunados, subimos al autocar la primera mañana de estancia en Jerusalén con destino al Monte de los Olivos, estamos ávidos de ubicarnos y de desubicar lo aprendido, cinta de registro que sólo indica el punto donde se quedó la lectura y nada dice de lo por venir. ¿Puede el espacio físico hablar? Puede, si es sensible, si es lugar en vez de espacio. Los lugares no se construyen, sedimentan. Y éste, apiñado sobre sí mismo, visto desde la necrópolis que lapida la falda del Monte, confiesa al menos una de las culpas por las que lo odiaron los profetas: en comparación con la amplitud del desierto, donde la presencia de Yahvé puede sentirse en cada vaharada, la Ciudad Vieja de Jerusalén es un lugar tan denso que un accidente como el monte Gólgota pasa desapercibido incluso para el miope ojo del moderno urbanita. Fajada por la muralla, cuando penetramos en ella en pos de los lugares históricos, nos encontramos con que están sepultados bajo estratos y más estratos de tiempo. La Vía Dolorosa discurre hoy por un bazar fragante, a ratos, a fritanga; el citado Gólgota ha quedado recubierto por la Basílica del Santo Sepulcro y se puede tocar la cúspide metiendo la mano por un barroco boquete en el suelo; el lugar se supone que exacto donde fue enterrado Jesús cae debajo de un túmulo inmenso; y todo así. Si uno quiere ver y palpar, si uno pretende la literalidad arqueológica, volverá a casa con una decepción mostrenca. Pero no hemos venido a tentar, sino a sentir.

Y desde el punto de vista del sentimiento, posiblemente el momento culminante sea la visita nocturna al Muro de las Lamentaciones, vestigio del que fuera, hasta el año 70 de nuestra era, el Templo de Jerusalén, destruido por los romanos en el sofocamiento de la Gran Revuelta Judía. En la explanada que lo topa, a esas horas puede verse a los judíos ortodoxos del todo a sus anchas: unos danzan su rezo autista en la sinagoga, otros charlan animadamente en torno a las largas mesas donde se lee el Talmud, las mujeres miran por los resquicios de la reja que separa su parte del Muro de la de los hombres… se advierte en el aire tibio de la noche una mezcla de ambiente festivo y piadosa congoja. En esto, Gándara ofició de jefe espiritual de la expedición y susurró, para las piedras, las primeras palabras de la creación: “Bereshit bará Elokim et hashamaim veet haaretz”. Y las piedras parecían asentir.

 

 

 

Hubo más. Almuerzos y madrugadas. Camaradería y ronquidos. Turismo y reflexión. Prejuicios y sorpresas. Saludos y despedidas.

Un viaje con sentido.

 

 

 

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